Alambrados por doquier cubiertos de enredaderas de burucuyá y campanitas azules, que también bajaban por los terraplenes de las vías del tren que pasaba por la esquina de la casa paterna…
Guitarreros absorbiendo polen de las hermosas pasionarias, prestaban un sonido instrumental… inaugurando grandes orquestas, donde tomar por un rato a uno de ellos nos permitía escuchar un concierto al oído.
Cuando la flor se transformaba en fruto, recogíamos para el juego las anaranjadas formas ovaladas y nos adornábamos con hermosos collares a los que llamábamos botones de oro. Y así, los traspasábamos con aguja e hilo para fabricarnos collares amarillos… Carnosos botones amarillos que cubrían las zanjas bordeadas de gramilla, donde nos sentábamos a imaginar y recrear la infancia…
Nos coronábamos con flores silvestres…, y las mariposas revoloteaban sobre nuestras cabezas, tal vez queriendo jugar también ellas… Llegaban en grandes migraciones, blancas (lecheras) o tilines rojizos. De tanto en tanto limoneros grandotes, amarillos con filetes negros marcaban con su vuelo ligero la imposibilidad de ser atrapados…
Paraísos en mi vereda que refrescaban las tardecitas con perfumes especiales, mientras los bichitos de luz encendían sus luces amarillas…
Sentarse en las veredas entre vecinos de largas charlas, mientras las escondidas se multiplicaban. Ése sí que era uno de los juegos mas esperados por nosotros… Y después dormir feliz y profundamente, sabiendo que habíamos jugado tanto… Jugado tanto.